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 Análisis Internacional | Miércoles, 31 de agosto de 2005
por DANIEL ALEJANDRO GÓMEZ
Gran Bretaña y la Unión Europea

Cuando los países europeos iniciaron su construcción macroestatal, los británicos, optando por el tan sanguíneo seguidismo para con los Estados Unidos, siempre se mantuvieron reticentes para con la Unión y el europeísmo
ESDE EL fondo de la historia, debido sobre todo a su situación insular, Inglaterra, luego el Reino Unido, ha sabido distinguirse de los continentales europeos. Es probable que el más destacado germen de la actual tenacidad peculiarcita británica haya comenzado en pleno esplendor imperial, en la época victoriana, entre mediados y fines del siglo XIX. Pues ha habido países europeos, todavía importantes en el seno de la Unión, que han tenido épocas hegemónicas y de fervor cultural, pero con el inconveniente de que o se hallan más atrás en el tiempo (Felipe II en España, Luis XIV en Francia, ciertos emperadores medievales del Reich germánico, y, por supuesto, la Francia napoleónica, sojuzgada en 1815 por Wellington en Waterloo), o que tales preeminencias, no tan luengas en tiempo como la de los Hannover del XVIII y luego la victoriana, no podían contar con las facilidades de la Revolución Industrial, que tuvo una algidez justo afín con el reinado de Victoria, con sus consecuencias técnicas y de comunicación que permitieron los vastos y orgullosos colonatos que abarcaban casi toda la redondez del planeta; extensiones a veces de sangre, como Australia, otras de dominio militar, como en la mayor parte de África. Pero al llegar el siglo XX, el Reino Unido, en su papel de titiritero de los hilos de las grandes y siempre provechosas enemistades continentales, se vio obligado a mantener el equilibrio europeo —ahora con unas guerras altamente tecnificadas y destructivas— mediante grandes costes humanos y materiales; además de que ya surgían estados geodemográficos, casi imperios en su misma constitución interna, como la Unión Soviética y los Estados Unidos. Pero la época victoriana, la idea tan cercana del imperio, que subsistió incluso hasta la independencia del Indostán, casi a mediados del siglo XX, derivó, durante todo dicho siglo, hacia un orgullo tradicionalista británico, que concilió además con una concepción sajona del orbe; llevada a cabo cuando los Estados Unidos sucedieron a la madre patria en el liderazgo del mundo occidental; luego, del mundo entero. A partir de ahí, con el lento declive del colonialismo de los pequeños territorios europeos —contrastando con la opulencia geodemográfica de las superpotencias nucleares capitalista y comunista—, pese a todo, en diferentes campos se ha visto la perseverancia británica, no siempre lúcida, en cuanto a sus glorias pasadas. No obstante haber logrado sostener ciertos lazos con sus antiguas colonias (de subrayar en países de importancia como Canadá y Australia), la isla no ha aceptado todavía su esencial declinación, acaso porque no ha perdido con claridad una gran batalla. Su resignación del liderazgo mundial podríamos decir que se produjo intrínsecamente; por fatiga propia luego de las grandes guerras del pasado siglo: un armisticio, no una rendición.

Así, cuando los países europeos iniciaron su construcción macroestatal, los británicos, optando por el tan sanguíneo seguidismo para con los Estados Unidos, siempre se mantuvieron reticentes para con la Unión y el europeísmo. Ingresaron, sí, aunque con cualidades especiales. Es lo que podríamos llamar como una adhesión asimétrica a la Unión Europea; tolerada, a veces de mala gana, por Alemania y Francia. Esta asimetría, ganada pero también condescendida, es la que quiere preservar la opinión pública de la antigua Albión, ante la pujanza centrípeta del eje francoalemán.

Justo es reconocer que Tony Blair es el más europeísta de los últimos gobernantes del Reino Unido; todo política, sin embargo, ha de ser política de la polis, del pueblo, y Blair tendrá que seguir a la opinión pública, a las bases. Y es que los antaño tutores mundiales, amén del volante a la izquierda, o el flemático casco de los policías, no solamente se resisten a la pérdida de una soberanía incluso un tanto abstracta, como la monetaria, sino también a los vientos emotivos y viscerales que vienen sobre la politización eurofílica y su entramado constitucional, de reciente y vacilante factura.

Ante las grandes potencias geodemográficas, como los Estados Unidos y los soviéticos, los europeos comenzaron a pensar a su vez en un macroestado. La Comunidad pasó a ser la Unión; pero ahora se empieza a hablar de los Estados Unidos de Europa, como descendiente feliz de la ex colonia norteamericana en el poder del mundo. Y entonces el Reino Unido, al igual que luchó contra la Europa napoleónica, o francesa, se opone a la Europa francoalemana, o tal vez alemana. Si hay una más sólida Unión Europea en el futuro, piensan muchos en la isla tenaz, ella será una Unión Británica; caso contrario, preferible el statu quo estadounidense, bendecido con ternura por la madre patria, y sus lazos con la Commonwealth. En una situación donde no podrían imponer su economía ni su dote poblacional, importante en el reparto de poder de la Unión, en especial ante Alemania, los insulares aún confían en un camino en solitario, pese a Tony Blair; una alianza sajona y no europea. Así, el pueblo británico ya no tiene que enfrentarse ni a Napoleón ni a Hitler: pero se debate entre los Estados Unidos y Europa; y, en cierto sentido, entre la geografía y la raza.

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