SISTIMOS
EN España a un resurgir del nacionalismo,
generalmente de un cariz independentista. Gran
Bretaña es otro de los tradicionales países
europeos que contiene una fuerte dosis secesiva,
por ejemplo con los escoceses. Los franceses tienen
a los corsos. La pregunta es cómo conciliar
el nacionalismo, por ejemplo de la Europa occidental,
con el proceso de la globalización. Debe
entenderse, al respecto, que el nacionalismo es
eminentemente emotivo, colectivo, político.
La globalización, aunque alguno pueda casarse
por email, o tal vez enviarse declaraciones de
amor o de desamor por el móvil telefónico,
realmente no concierne a las personas políticas
y sociales. La globalización es en esencia,
y es casi perogrullesco a la altura de los hechos,
económica, financiera. Los capitales financieros,
tal es el tipo restricto de la economía
globalizada, no tienen trabas fronterizas ni regulaciones
serias por parte de los estados; estamos en una
anarquía de mercado. Las globofóbicos
y/o también los partidarios de la globalización
alternativa aducen esencialmente que la globalización
podría ser el internacionalismo plasmado
de la vieja izquierda, en caso de que las tecnologías
y sus tecnócratas intercambiaran las políticas
y las culturas además del dinero. El internacionalismo,
si usamos la mudanza semántica de la palabra
globalización, quedaría paradójicamente
cumplido en su concepto bajo la égida del
capital. Pero sería una estrechez de miras
pensar que la izquierda, o cualquier bandería
política dispuesta a la destrucción
o minimización de las fronteras, estarían
satisfechas con una internacionalización
que es solamente el flujo anárquico de
las finanzas transnacionales. Por ello, la diferencia
entre internacionalismo y globalización
es aún válida. Y debido a la falta
de calor humano, digamos, en el mundo globalizado,
hay antiguas regiones, pensemos en las europeas,
dispuestas a crear nuevas fronteras en lugar de
destruir las existentes ahora.
Hoy día, a diferencia de la economía,
las políticas se mantienen en las fronteras,
incluso, pregunten a los inmigrantes, también
las personas. Es entonces que el nacionalismo,
el europeo, no tiene peligro alguno ante la
globalización, en su carácter
de patriotismo político, social, humano.
Ellos saben que la globalización no es
el internacionalismo de la izquierda, es simplemente
un capital sin fronteras; no es política,
ni mucho menos gente, sin delimitaciones fronterizas;
y los nacionalistas no tienen porqué
temerle, y hay muchos votos que piensan igual.
Así, entonces, viejos y linajudos países
europeos se ven con pequeños territorios
que quieren separarse o al menos conseguir grandes
cuotas de autogobierno, y después veremos.
Semejante microscopía política,
con todo lo legítimo que tenga en cuanto
a raza, cultura, idioma, religión, es
comprensible, y es un aviso al gigante globalizado
en cuanto a prueba palpable de la falta humana
de la economía transfronteriza: no hay
una aldea global, hay un mercado global; y las
economías mastodónticas no llegan
del todo a la gente. Y ante las ideas de base
o los difusos programas de globalización
alternativa, los ejecutivos preponderantes y
sus clases políticas y económicas
no elaboran una verdadera propuesta de códigos
políticos globales, de comportamientos
compartidos, de compleja armonización
humanista, acaso porque, en general, no hay
tales intenciones. En efecto, los políticos
globalizantes y globalizados, dejando sueltas
las riendas del mercado, al hallarse en los
mismos países preponderantes, prefieren
continuar con tal preponderancia; necesitando
para ello, claro, absolutamente a las fronteras
políticas, culturales y legales; aunque
no necesariamente las económicas. Nacionalismos
como el catalán, el vasco, el escocés,
el galés, contrastan con los viejos estados
globofílicos; pero su ardor por el terruño
no encuentra, obviamente, sosiego alguno en
cualquier razón numérica. Entretanto,
por ejemplo, dos países participantes
del programa de mercado mundial ven cómo
hay comunidades que reclaman el término
nación-como Cataluña o Escocia-para
ellas. La gente nacionalista, en efecto, no
puede sentir simpatía fraternal sobre
álgebras mercantiles; de ninguna manera
un independentista escocés puede hermanarse
con un hondo británico de Londres por
el simple hecho de que éste esté
globalizado en la bolsa o en otra de las ramas
del mercado. Una política nacionalista
solamente puede sonsacar sentimientos ante otra
política, pero no es imaginable hacer
pactos o ponerse en desacuerdo con la hipernación
financiera; las banderas, o el anhelo de una
bandera, todavía no aceptan ser postergadas;
y no ven peligro en tal actitud, mal que le
pese al estaticidio del mercado liberal transnacional.
Así, en Europa, ante el libérrimo
imperio financiero, se alzan los reductos no
necesariamente globofóbicos, como son
los nacionalismos, pero sí que, debido
a la falta de bagaje-tanto en intención
como en práctica- colectivo, humano,
en el hilado global, quieren ejercer ellos mismos
su andadura política o netamente estatal,
siempre, claro, detrás de su propia y
nueva frontera.
En el nacionalismo, pues, podemos intuir una
señal: la falta de imbricación
humana y personal del proyecto y la práctica
global y, con ello, el desinterés de
la sociedad ante un mercado cada vez más
invisible, ajeno, y carente de sensibilidades
y regulaciones políticas.
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