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 Análisis Internacional | Lunes, 24 de octubre de 2005
por DANIEL ALEJANDRO GÓMEZ
El nacionalismo en la globalización

El nacionalismo, el europeo, no tiene peligro alguno ante la globalización, en su carácter de patriotismo político, social, humano. Ellos saben que la globalización no es el internacionalismo de la izquierda, es simplemente un capital sin fronteras; no es política, ni mucho menos gente, sin delimitaciones fronterizas
SISTIMOS EN España a un resurgir del nacionalismo, generalmente de un cariz independentista. Gran Bretaña es otro de los tradicionales países europeos que contiene una fuerte dosis secesiva, por ejemplo con los escoceses. Los franceses tienen a los corsos. La pregunta es cómo conciliar el nacionalismo, por ejemplo de la Europa occidental, con el proceso de la globalización. Debe entenderse, al respecto, que el nacionalismo es eminentemente emotivo, colectivo, político. La globalización, aunque alguno pueda casarse por email, o tal vez enviarse declaraciones de amor o de desamor por el móvil telefónico, realmente no concierne a las personas políticas y sociales. La globalización es en esencia, y es casi perogrullesco a la altura de los hechos, económica, financiera. Los capitales financieros, tal es el tipo restricto de la economía globalizada, no tienen trabas fronterizas ni regulaciones serias por parte de los estados; estamos en una anarquía de mercado. Las globofóbicos y/o también los partidarios de la globalización alternativa aducen esencialmente que la globalización podría ser el internacionalismo plasmado de la vieja izquierda, en caso de que las tecnologías y sus tecnócratas intercambiaran las políticas y las culturas además del dinero. El internacionalismo, si usamos la mudanza semántica de la palabra globalización, quedaría paradójicamente cumplido en su concepto bajo la égida del capital. Pero sería una estrechez de miras pensar que la izquierda, o cualquier bandería política dispuesta a la destrucción o minimización de las fronteras, estarían satisfechas con una internacionalización que es solamente el flujo anárquico de las finanzas transnacionales. Por ello, la diferencia entre internacionalismo y globalización es aún válida. Y debido a la falta de calor humano, digamos, en el mundo globalizado, hay antiguas regiones, pensemos en las europeas, dispuestas a crear nuevas fronteras en lugar de destruir las existentes ahora.

Hoy día, a diferencia de la economía, las políticas se mantienen en las fronteras, incluso, pregunten a los inmigrantes, también las personas. Es entonces que el nacionalismo, el europeo, no tiene peligro alguno ante la globalización, en su carácter de patriotismo político, social, humano. Ellos saben que la globalización no es el internacionalismo de la izquierda, es simplemente un capital sin fronteras; no es política, ni mucho menos gente, sin delimitaciones fronterizas; y los nacionalistas no tienen porqué temerle, y hay muchos votos que piensan igual. Así, entonces, viejos y linajudos países europeos se ven con pequeños territorios que quieren separarse o al menos conseguir grandes cuotas de autogobierno, y después veremos.

Semejante microscopía política, con todo lo legítimo que tenga en cuanto a raza, cultura, idioma, religión, es comprensible, y es un aviso al gigante globalizado en cuanto a prueba palpable de la falta humana de la economía transfronteriza: no hay una aldea global, hay un mercado global; y las economías mastodónticas no llegan del todo a la gente. Y ante las ideas de base o los difusos programas de globalización alternativa, los ejecutivos preponderantes y sus clases políticas y económicas no elaboran una verdadera propuesta de códigos políticos globales, de comportamientos compartidos, de compleja armonización humanista, acaso porque, en general, no hay tales intenciones. En efecto, los políticos globalizantes y globalizados, dejando sueltas las riendas del mercado, al hallarse en los mismos países preponderantes, prefieren continuar con tal preponderancia; necesitando para ello, claro, absolutamente a las fronteras políticas, culturales y legales; aunque no necesariamente las económicas. Nacionalismos como el catalán, el vasco, el escocés, el galés, contrastan con los viejos estados globofílicos; pero su ardor por el terruño no encuentra, obviamente, sosiego alguno en cualquier razón numérica. Entretanto, por ejemplo, dos países participantes del programa de mercado mundial ven cómo hay comunidades que reclaman el término nación-como Cataluña o Escocia-para ellas. La gente nacionalista, en efecto, no puede sentir simpatía fraternal sobre álgebras mercantiles; de ninguna manera un independentista escocés puede hermanarse con un hondo británico de Londres por el simple hecho de que éste esté globalizado en la bolsa o en otra de las ramas del mercado. Una política nacionalista solamente puede sonsacar sentimientos ante otra política, pero no es imaginable hacer pactos o ponerse en desacuerdo con la hipernación financiera; las banderas, o el anhelo de una bandera, todavía no aceptan ser postergadas; y no ven peligro en tal actitud, mal que le pese al estaticidio del mercado liberal transnacional. Así, en Europa, ante el libérrimo imperio financiero, se alzan los reductos no necesariamente globofóbicos, como son los nacionalismos, pero sí que, debido a la falta de bagaje-tanto en intención como en práctica- colectivo, humano, en el hilado global, quieren ejercer ellos mismos su andadura política o netamente estatal, siempre, claro, detrás de su propia y nueva frontera.

En el nacionalismo, pues, podemos intuir una señal: la falta de imbricación humana y personal del proyecto y la práctica global y, con ello, el desinterés de la sociedad ante un mercado cada vez más invisible, ajeno, y carente de sensibilidades y regulaciones políticas.

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