IENTRAS
VEÍA la adaptación que
Burton
ha rodado de la famosa obra de
Roald Dahl,
obligada lectura en mi colegio durante algún
curso de la E.G.B. (no sabría precisar
cuál), trataba de recordar si aquella mágica
novela me causó la misma impresión
que esta película. Aunque difuso, creo
que mi recuerdo más vivo era el continuo
relamer que me producía el argumento, ambientado
en torno al sugestivo asunto del chocolate, las
golosinas y sus deliciosas propiedades gustativas.
También, por supuesto, recordaba cómo
compartía el asombro con el que el joven
Charlie, protagonista de la historia, asistía
al maravilloso mundo de la mastodóntica
fábrica de Willy Wonka. En aquel entonces,
probablemente, no desentrañé en
su totalidad el didáctico mensaje que,
como es preceptivo en este tipo de literatura,
encerraba el cuento. Y puede que apenas intuyera
la corrosiva crítica que, sin tapujo alguno,
Dahl lanza a los niños caprichosos y egoístas
y a sus padres, responsables últimos de
su malcrianza.
Ahora, he redisfrutado las gratas sensaciones
emanadas de esta lectura infantil y extraído
el meollo del relato gracias a esta gran adaptación
de Burton, director con una capacidad única
para recrear y crear oníricas fábulas.
En 1971 ya se estrenó una notable versión,
Willy Wonka y la fábrica de Chocolate,
en la que el famoso actor Gene Wilder
dio vida al ingenioso chocolatero. Johnny
Deep, otro actor con acreditadas facultades
histriónicas y humorísticas, ha
encarnado también con éxito a
un Willy Wonka actualizado a nuestros días.
Un artista de la industria chocolatera excéntrico,
tímido hasta lo patológico y al
que le repelen los niños en general y,
sobre todo, los sabiondos y mimados.
El misterioso señor Wonka ha decidido
salir de un anonimato que duraba ya 10 años.
Anuncia, a bombo y platillo, que obsequiará
con una visita guiada por las increíbles
instalaciones de su fábrica a los agraciados
con uno de los cinco billetes dorados repartidos
entre los millones de sus chocolatinas que a
diario se venden por todo el mundo. Y sólo
uno de esos niños, como les promete el
chocolatero, se llevará un premio sin
igual al término del imprevisible periplo.
A partir de ahí, Burton nos sumerge
con gran fidelidad, respaldado por las nuevas
tecnologías cinematográficas,
en la fantástica y suntuosa fábrica
de chocolate nacida de la imaginación
de Dahl. Pero, además de recrear ese
mundo de ensueño, Burton respeta las
lecciones que el escritor inglés pretende
trasladar a los niños y mantiene el punto
de crueldad exhibido por éste en casi
todas ellas.
Los Oompa Loompas, esos diminutos obreros omnipresentes
en la fábrica de Wonka, interpretan en
el filme un número musical a renglón
seguido de cada enseñanza. Algunos de
ellos son un poco flojos, pero sobresale, tanto
por su atinada como pertinente crítica,
la coreografía sobre el exceso de consumo
televisivo que aniquila la capacidad imaginativa
tan propia de los niños.
Al término de su aventura, Charlie Bucket
nos enseñará una elemental lección
tanto a los adultos como a los niños
que hemos seguido sus andanzas por la fábrica.
Pero también al propio señor Wonka,
que caerá en la cuenta de que, aunque
lo tenía todo, siempre le faltaba algo
esencial: el cariño de una familia.
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