A
LEYENDA del “niño prodigio”
de Hollywood comenzó a forjarse a principios
de los 70 con películas en las que suspense,
acción y buenos efectos especiales conformaban
la alquimia de su éxito.
Tiburón
(1975) abrió el melón de los
taquillazos
y otros filmes como
Encuentros en la tercera
fase, E.T. o la saga de
Indiana Jones
convertirían a
Spielberg en ese
Rey Midas cuyo tacto transforma todo en oro. Debido
a su contumaz acierto en taquilla, a Spielberg
—también a su amigo
George Lucas—
se le achacó la ruina artística
del esplendoroso cine norteamericano de los 70.
Al inicio de aquella década, brillantes
autores como
Coppola o
Scorsese,
entre otros, tomaron la manija de la exhausta
industria del cine. Eran los años del autor
total, en los que el director tenía pleno
control sobre sus proyectos sin las nefastas intromisiones
comerciales de los estudios. Spielberg y Lucas
también contribuyeron a dar brillo a esa
etapa y, frente al resto, ellos sí supieron
continuar en la brecha cuando las tornas se invirtieron
y los estudios retomaron el control. Claro que
el caso de Steven Spielberg fue singular, pues
su perpetuo matrimonio con el público continúa
indisoluble hoy día. Aunque, sinceramente,
veo difícil que supere el cénit
que, como director-artista, alcanzó con
La lista de Schindler, su mejor película
para muchos.
Sus últimos filmes aún llevan
el sello de un realizador excepcional, pero
no cuajan como clásicos imperecederos.
Inteligencia Artificial, Minority Report,
Atrápame si puedes, La Terminal o
esta La guerra de los mundos llevan la
rúbrica de un profundo conocedor del
lenguaje fílmico y, cada una en su género,
son obras notables o interesantes al menos.
Pero siempre carecen de ese halo indefinible
que hace de una película una obra maestra.
En todas ellas, en general, resalta mucho más
el Spielberg realizador sobre el Spielberg autor.
En su apabullante arranque, La guerra de
los mundos sí recuerda al maestro
del suspense de Tiburón o El
diablo sobre ruedas. Y vuelve con ella a
uno de sus temas fetiche: los extraterrestres
y su relación con los terráqueos.
El inquietante y cautivador comienzo remite
más al género del terror más
puro (Alien, por ejemplo) que al de la
ciencia-ficción. Y tanto el ritmo como
ese suspense mantenido sobre el no saber qué
ocurre, aunque se presume por ya sabido, son
quizá los mejores atributos de la cinta.
El guión interpreta libremente el relato
original de H.G. Wells y, además
de actualizar los contextos temporal y espacial,
centra el punto de vista sobre un padre divorciado
poco ejemplar y sus dos hijos. Así, la
historia se humaniza y el espectador se asombra,
aterroriza y huye a la par que lo hacen los
tres protagonistas. Las escenas de acción
están rodadas con una perfección
visual y estética que ya quisieran para
sí algunos de los considerados como actuales
gurús del género. Se usan recursos
digitales, pero su presencia, como debe ser,
es prácticamente inapreciable. Y Spielberg,
por momentos, muestra una nociva percepción
sobre el ser humano no muy habitual en él.
Quizá haya influido en la visión
del director de Cincinati el signo de los tiempos
que corren, marcados por la feroz competencia
entre unos y otros. E imagínense qué
grado de depravación podríamos
llegar a alcanzar si, como ocurre en el filme,
compitiéramos por la propia supervivencia.
La cabal dimensión de la catástrofe
se muestra convincentemente gracias a planos
generales de ciudades devastadas y ríos
de personas que, como si tratasen de refugiados
de guerra, abandonan sus barrios huyendo de
la invasión extraterrestre. John Williams,
compositor inseparable de Spielberg, pone música
a estas demoledoras escenas e incrementa el
suspense en las secuencias más angustiosas.
No obstante, el pero habitual de los
últimos filmes de Spielberg vuelve a
ser aquí el final apresurado y dulcificado
de la cinta. Y así como ésta comienza
con la lectura de unos breves pasajes de la
obra original de Wells por una voz en off
con reminiscencias de radio antigua, también
termina del mismo modo, con esa voz contando
el desenlace. Demasiada solemnidad y explicación
postrera dirigida, como siempre, a colocar esa
guinda sobrante en un pastel que, hasta ese
punto, había sido mucho más duro
y amargo.
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