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El anteojo
Domingo, 26 de junio de 2005
Dejen vivir

Matías
Cobo
matiascobo@lycos.es
Ahora, a estos prohombres con la justa palabra siempre hilvanada a su boca, se les ha metido en la cabeza que los homosexuales no deben obtener en sus uniones el mismo tratamiento legal otorgado al resto de ciudadanos
XISTE UNA extendida pose agasajadora de la libertad que, sin embargo, se siente molesta con el ejercicio ajeno de ella. Me refiero a la exhibida por los educadores apostados en un recurrente y trasnochado conservadurismo. Aquellos que enarbolan la palabra de Dios o sus preceptos en la creencia inequívoca de tener siempre la razón cuando autopromocionan sus ejemplares modelos de vida. Residente éstos, al parecer, en el cumplimiento cotidiano de toda una suerte de preceptos morales sacados a relucir por ellos con la misma frecuencia con la que luego los incumplen.

Muchos de estos sujetos, reconocidos líderes de opinión o directores de medios de comunicación de signo católico-conservador, no se atienen en sus propias vidas a eso de la caridad hacia el prójimo o a la fidelidad en la “santa” institución matrimonial. La callada resignación cristiana con la que sus parejas llevan su cornamenta les permite conservar libre de toda mácula su prestigio de hombres cabales y de bien, de buenos católicos de comunión dominical, festiva o diaria incluso. Del mismo modo que el régimen explotador aplicado a sus empleados tampoco casa muy bien con el mandato eclesiástico de obrar con generosidad; quizá prefieran obviar esta virtud para no resentir sus acaudalados bolsillos.

Algunos políticos, imbuidos por las inamovibles ideas de la otrora religión oficial, también deberían cuidar más sus declaraciones. Sobre todo porque sus largas lenguas electoralistas les hacen contravenir, a veces, el mandamiento del “no mentiras”. Puede que, dada la índole patrañera de su oficio, se exoneren a sí mismos de su cumplimiento. Por eso me llame la atención —hace tiempo que agotó mi capacidad de sorpresa, la verdad— la carga de razón con la que suele revestir sus palabras el ex ministro Acebes, a quien no se le enrojece su extensa faz tras haber mentido a todo un país reiteradamente. Y no digo con esto que sus adversarios políticos no mientan con el mismo entusiasmo y similar grado de desproporción. Subrayo simplemente que ellos, los de la fauna faesina, además de obrar mal, traicionan sus sagrados principios cuando mienten.

A él, y a otros de su misma estirpe, se les llena la boca al hablar de la familia, la unidad nacional, el respeto a las víctimas y tantas otras cosas que gustan de predicar en cuanto tienen ocasión. Ahora, a estos prohombres con la justa palabra siempre hilvanada a su boca, se les ha metido en la cabeza que los homosexuales no deben obtener en sus uniones el mismo tratamiento legal otorgado al resto de ciudadanos. Ellos profetizan un cataclismo social y la defunción de la familia “tradicional” si a las personas de mismo sexo se les deja contraer matrimonio como al resto de sus conciudadanos.

¿Por qué tanto celo en oponerse al necesario reconocimiento legal de un derecho ciudadano y, sin embargo, tanta anuencia y respaldo frente a las atrocidades cometidas en una evasiva guerra como la de Irak? Aquella sangrante injusticia contó con su beneplácito y, ahora, sus escrúpulos homófobos les lleva a relinchar con tal fuerza como para acogerse a la objeción. Es posible que, en aquellos tiempos de ínfulas aznaritas por Las Azores,  tuvieran los del PP la conciencia anestesiada.

Pero no es extraño que estos rebuznos vengan de donde vienen, de gentes que hasta han apoyado públicamente a acosadores sexuales. Ana Botella, por ejemplo, defendió la “impecable” actitud de Ismael Álvarez, ex alcalde popular de Ponferrada y condenado por acosar sexualmente de la concejala Nevenka Fernández. O Fraga, ese ‘demócrata’ de enraizados vínculos con dictadores del pasado y el presente, quien calificó de “menudencia” los abusos que el alcalde de Toques inflingió a una menor.  Por tanto, pedirles tolerancia a estos sujetos es inútil, pero sí se les ha de exigir un poco más de sinceridad para no manosear valores como la libertad o el respeto por la igualdad de todos.

La Iglesia, fuente de inspiración de estos ejemplares líderes, también frunce el ceño ante la equidad social. Predican desde sus púlpitos la semejanza de todos frente a los ojos de Dios, pero luego hacen una criba entre unos y otros. La cura eclesial, cuyas prioridades quizá debieran ser la asistencia de los más necesitados y la pelea por la justicia social, sí deciden  movilizarse ahora para evitar que gays y lesbianas —que también deben ser hijos de Dios, digo yo— puedan formalizar sus uniones y crear familias como hacen los demás. No se echan a la calle para pedir el cese de la guerra o la concesión del 0,7% a los países depauperados, pero sí para lanzar catastrofistas vaticinios sobre el matrimonio gay. Y me parece que, en la Biblia, Jesús insistió más en lo de dar de comer al hambriento y de beber al sediento o en lo de luchar por la paz u otras nobles causas.

Basta escuchar a algunos de los hijos criados en el seno de estos supuestos nidos ‘diabólicos’ para darse cuenta de que sus vidas no se diferencian en nada a la de cualquier otro niño educado al abrigo del cariño de los suyos. Porque el origen de los traumas infantiles no se halla en la semejanza o disparidad de sexos de los padres, sino en que éstos les sepan querer y educar en su camino hacia la adultez. También pienso que la familia tradicional, con los roles de padre y madre, no se verá amenazada por la nueva ley. Seguirá con la misma vigencia de siempre. Al aprobar esta ley, simplemente, se da carta legal a un derecho ciudadano solicitado por los miembros de una sociedad que, democráticamente, toma sus propias decisiones. Y aunque le pese a la Iglesia, nuestro estado es laico y ellos ya no tienen poder para castrar la libertad de los demás.

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