ABITUALMENTE, EL cine ha dulcificado e idealizado hasta grados hiperbólicos
las relaciones de pareja. La comedia romántica ha sido uno de los
subgéneros que más ha azuzado la hoguera de aquellas relaciones
perfectas que, a pesar de los contratiempos inevitables propios de toda
historia de amor, terminan por concluir con el tópico cuentista
del “y vivieron felices y comieron perdices”. Haciendo memoria, de los
últimos años me costaría entresacar alguna película
que aborde el tema en exclusiva sin deslizarse por los derroteros de las
irrealidades tan trilladas por el cine comercial. Quizá tendría
que acudir a directores como
Wong Kar Wai, y a películas
suyas como
In the mood for love, para rescatar un film que se acerque
al amor y el desamor de manera más tangible. Claro que quizá
su vocación estética pueda despistar al espectador y dificultarle
el acceso a su diáfano mensaje de fondo: todos tenemos una necesidad
vital de amar.
La novedad de Closer, y lo que la hace atractiva, es su intento
por mostrar de manera descarnada las relaciones de pareja desde el prisma
del cine occidental, algo no muy frecuentado por éste a tenor de
su amplia y reciente prole de pastiches románticos aderezados de
chistes. Filmes como Love Actually, Shall we dance? u otras
similares cuentan historias de amor de saldo, de película —nunca
mejor dicho—, pero se quedan en los terrenos del mero pasatiempo. Contar
algo que se aproxime a la difícil realidad del amor, y encima hacer
gracia, sólo está al alcance de maestros como Woody Allen;
como ejemplo, su genial Melinda y Melinda.
Cuando digo que Closer ‘intenta’ mostrar el envés del
amor, es decir, su cara más aviesa y egoísta, me refiero
a que cuenta cosas que son realidades como puños, mientras que,
por su forma narrativa, a veces también peca de caer en tópicos
fílmicos escasamente verosímiles. ¿O acaso no son
excesivamente forzados los encuentros iniciales de ambas parejas? Su propia
estructura narrativa, colindante con la escena teatral (no en balde, la
película es una adaptación de una obra de teatro), tampoco
refuerza la verosimilitud de algunas situaciones.
Pero Closer sí narra pasajes y situaciones que se pueden
presentar en una relación de pareja cotidianamente y lo hace tal
cual, sin exagerar ni deformar aquéllos. Ejemplo de ello es la hilarante
relación de cibersexo que mantienen un dermatólogo salido
y otro interlocutor masculino que, metido en el papel de una ardiente adolescente,
pone a mil al encelado galeno. Es el primer encuentro o diálogo
mantenido entre los dos protagonistas masculinos: Larry (Clive Owen)
y Dan (Jude Law). El intercambio de frases de este chat vomita realidad
por los cuatros costados y, a buen seguro, algún espectador también
se haya visto en alguna situación similar, divirtiéndose
junto a sus amigos al hacerse pasar en la Red por una ‘abierta’ y complaciente
joven.
El guión esta escrito con maestría por el propio autor
de la obra original, Patrick Marber, y los cuatro actores bordan
sus papeles y elevan la calidad de una película que, sin ellos,
habría quedado en aguas de borraja. La notable actuación
de uno de ellos, Clive Owen, le ha valido a la cinta una candidatura al
Oscar a mejor actor de reparto. Aunque quizá tenga mucho que decir
al respecto el Jamie Foxx de Collateral, siempre y cuando
no gane la estatuilla como principal por Ray.
Los incisivos diálogos puestos en boca de los cuatro protagonistas
retratan algunos de los conflictos más comunes de una pareja: el
miedo al compromiso, la infidelidad o la satisfacción sexual como
uno de los pilares sobre los que se sustenta una relación. Y cada
uno de los cuatro personajes encarna una manera distinta de ver las relaciones
y, por tanto, actúan de manera dispar cuando se hallan ante ellas.
Larry es, en apariencia, el típico hombre tosco y salido, pero luego
se adivina como el más auténtico y sincero del cuarteto a
la hora de mostrar sus sentimientos y acatarlos con honestidad. Él
sabe que el amor implica compromiso con la persona que se ama, y así
se lo hace saber a Dan, quien parte de un punto de vista egoísta
e infantil de las relaciones. El personaje de Jude Law se siente cómodo
con el amor dependiente que le profesa Alice (Natalie Portman),
pero, como es caprichoso, decide buscar otra chica con más experiencia
y que tenga más que ofrecerle: la Anna encarnada por una contenida
Julia Roberts.
Si se intenta leer el continuo lenguaje entre líneas que hay
tras cada uno de los diálogos, éstos también nos revelarán
cómo son los personajes femeninos y la evolución que siguen
de unas escenas a otras. Alice ha llegado hasta Londres por un despecho
que le trajo hasta ahí desde Estados Unidos. Es una mujer que, consciente
de sus innegables atractivos físicos, saca partidos de ellos (se
dedica al striptease) y tiende a disfrazarse para así no
mostrar la verdad sobre ella misma. Sólo llegará a desnudarse,
tanto en el sentido literal como en el —digamos— espiritual, en la que
para mí es la mejor escena de la peli.
En ella, un Larry destrozado tras ser abandonado por Anna, que se lanza
a ciegas al capricho de Dan, revisita los habituales locales de striptease
de antaño con un aspecto desaliñado y completamente borracho.
En una de las cabinas donde una de las chicas ofrece su espectáculo
en exclusiva a un cliente, coincide con la espectacular Alice, que
ha retomado el oficio de la desnudez tras haber sido dejada por el pusilánime
de Dan. Alice hace un derroche de virtudes físicas e intelectuales.
Larry se empecina en saber quién se esconde tras esa máscara
que, ladinamente, se empeña en mantener Alice con el desdén
de una mujer que se sabe deseada por hombres babeantes, como es el caso
de Larry en esta situación. Muestra todos los recodos, hasta los
más íntimos, de su sensual y contoneante cuerpo, pero se
niega a revelar su verdadero nombre. Larry cree que se burla de él,
pues espera que le dé el nombre de Alice, el que conocía
él y creía real. Pero ella, ante la brutal sinceridad con
la que se expresa este hombre beodo y destrozado, sí llega
a decirle su verdadero nombre al escéptico Larry. A él sí
le confiesa el nombre que figura en su pasaporte, el que guarda celosamente
y no está dispuesta a mostrar a nadie, ni al propio Dan con el que
compartió su amor. La repuesta a esta intriga la hallará
el espectador en el epílogo. Pero la escena, una de las
más brillantes del film, ofrece un cara a cara antológico
entre los dos personajes más fieles con su propia manera de entender
las relaciones.
Hay otro detalle de ambos personajes que refuerza esta coincidencia
de sus caracteres. Cuando Anna le cuenta a Larry su infidelidad con Dan,
el marido cornudo decide largarse. Salta a la discusión el inevitable
qué hacer con las cosas compradas durante la vida conjunta.
Larry le replica a Anna que le importa un bledo el “botín”, que
lo verdaderamente doloroso para él es perderla a ella. A Alice le
ocurre lo mismo cuando Dan decide dejarla. Éste le pregunta qué
hará con sus cosas, y ella le responde que no necesita ninguna de
ellas para continuar con su vida sin él.
De Anna se puede decir que es quizá quien más ha sufrido
y vivido en su vida en pareja pasada. Ya tiene un divorcio a sus espaldas
y tiende a mirar con cierto escepticismo las eventuales relaciones que
pueda iniciar. Deja a Larry por seguir los impulsos de un capricho, pero
finalmente es consciente de que sólo merece la pena estar con quien
realmente la quiere. Quizá aquí se adivine un esbozo de epílogo
dulcificado, pero tampoco se pueda tildar de tal por lo contado con anterioridad.
El irregular Mike Nichols, capaz de rodar películas notables
como ¿Quién teme a Virigina Wolf?, El grauado o
Armas de mujer y, a su vez, de rubricar medianías como Lobo
o Una jaula de grillos, abandona ahora con Closer la línea
de comercialidad mantenida durante la década de los 90. Es de celebrar
que este veterano realizador haya vuelto al sendero de un cine sagaz y
de inequívoca calidad en la dirección actoral. Ahora queda
la duda de si esta progresión se mantendrá en 1001 Noches,
proyecto que se halla en preproducción y llegará a las salas
en 2006.