ODA FAMILIA clásica tiene que contar con un fracasado: una
familia sin fracasado no es una familia de verdad, porque le falta un principio
que la pone en tela de juicio y le otorga legitimidad”. Así encabeza
Mérot su relato, la historia del fracasado del ‘tío’que protagoniza
la novela, “un tipo de cuarenta años que vive en París”.
Una mezcla curiosa de arquetipo y singularidad: divorciado y sin hijos,
el ‘tío’ es un cúmulo infeliz de vergüenzas y decepciones.
Ha ejercido una docena de oficios, ha navegado por los servicios rosas
de Minitel, ha trabajado en un museo parisino, ha colaborado con la editorial
Ubu y ha enseñado en el colegio Val d’Oise, además de conocer
de primera mano varios desengaños amorosos.
Este antihéroe del estricto hoy tiene, en la conjunción
entre vanidad y desprecio de sí mismo, una ocupación casi
excluyente: acodarse en la barra de un bar de barrio y beber y fumar. A
la antigua. Así, las páginas del libro se cargan de alcohol
y se van como el humo de un cigarrillo, envueltas en un lirismo oscuro,
espeso y agudo, mientras su protagonista consuma un lento, pero seguro,
‘suicidio afectivo’ por falta de amor. Una airada melancolía
que nos recuerda al mejor Houllebecq; y no es casualidad, puesto que el
padre literario de ambos es sin duda el mismo: el malhumorado más
venenoso y genial del siglo XX. Céline. En su balance pesimista
y deliciosamente cáustico, no deja títere con cabeza: acomete
contra la familia, el mundo de la edición, Europa del Este, los
psiquiatras, los profesores...Y siempre con el estilo refinado de un escritor
que no hace sólo lo que puede, sino todo lo que quiere: su registro
abarca desde el acento poético, a la ácida mordacidad, del
relato ágil y vibrante, a la espaciada meditación.