VECES, la cabal narración de una historia se sedimenta en la sencillez,
en saberla contar sucintamente para mostrar con lucidez el meollo que hay
tras ella. El cine, frente a la novela, cuenta con la ventaja del poder
de la imagen. Decía a este respecto
Scorsese que la responsabilidad
del cineasta es muy alta en tanto que su universal arte llega hasta a quienes
no saben ni leer. Pero la imagen también constriñe el lenguaje
fílmico al obligarlo a la parquedad, al confinarlo al esquematismo
narrativo. En cualquier caso, ese condicionante no le resta rotundidad
para estremecer, explicar y, en definitiva, llegar al alma del espectador.
En sus últimas películas, Clint Eastwood ha alcanzado
ese punto de penetración muy pocas veces logrado con una película
o una novela. El que aúne el beneplácito general de crítica
y público quizá se deba, en gran parte, a que aborda cuestiones
impresas perennemente en el ser humano con una magistralidad emanada de
esa sencillez. Muerte, odio, venganza, dolor, soledad, amor y amistad suelen
estar en el trasfondo de sus últimas historias, con independencia
de que éstas cuenten la andadura de un despiadado forajido en el
ocaso de su vida, la investigación policial de un asesinato que
reencuentra a tres amigos marcados por un suceso de su infancia o, como
en este caso, del amor filial de una honesta chica hacia un viejo y solitario
entrenador de púgiles que le conducirá a su sueño
de “ser la mejor en algo”.
La historia de Frankie Dunn, un terco entrenador al que Eastwood
da vida maravillosamente, y de su nueva alumna, Maggie Fitzgerald, es un
bello relato de dos soledades que se encuentran y, compartidas ambas, intentan
salir a flote en la difícil lucha de sus respectivas vidas. Junto
a ellos se halla Scrap, boxeador retirado que es el único amigo
de Dunn y a quien Morgan Freeman le aporta la misma sabiduría
interpretativa con la que bordó su papel de amigo de William Munny
en Sin perdón. Una gran Hilary Swank consigue plasmar
esa mezcla de bondad e inocencia, de fortaleza y entereza que hacen de
Maggie una bella persona con la que el público se enamora desde
su primera aparición.
Frankie encuentra en ella a la hija a la que dar su cariño, en
sustitución del que quisiera poder dispensar a su hija biológica,
quien hace caso omiso de las cartas que su padre le envía religiosamente
cada semana; flota, en el origen de la ruptura de esta relación,
algún error cometido por Dunn en el pasado que ahora él intenta
reparar sin hallar el perdón pedido. Scrap, en su papel de narrador,
será quién le cuente en una última misiva la “clase
de hombre” que es su padre. Maggie, a su vez, es una chica de escasa formación
abandonada a su suerte por su propia familia y que ha reecontrado en Frankie
una figura paterna a la que aferrarse. Al nacer el amor entre dos corazones
desvaídos, éste cuenta con una intensidad añadida,
ya que surge de la acuciante necesidad de ser querido y, así, poder
corresponder ese cariño.
Otra virtud del filme reside en su abordaje de duras cuestiones, de
dolorosos asuntos presentes en todo ser humano, desde una perspectiva honesta
y valiente. Porque, a pesar de esa pose de hombre duro que a Eastwood pudo
acompañarle en papeles pasados, el cineasta exhibe ahora en sus
últimas películas una fina sensibilidad posada sobre la sabiduría
de alguien que ama el cine profundamente. De ahí que se busquen
similitudes entre él y Hemingway por la capacidad de ambos
para plasmar, desde la contención, sutiles detalles que trascienden
lo narrado.
Si la obra de F.X. Toole, ex parcheador de heridas de púgiles
y autor de los relatos sobre las que se basó el guión de
Paul Haggis, ya contiene de por sí un amplio muestrario de
sentimientos dispares, la narración cinematográfica de Eastwood
ayuda decisivamente a que aquéllos trasciendan la pantalla y conmuevan
a quienes asisten a su tranquilo discurrir. En un rodaje exento de artificios técnicos,
la acción se sucede cadenciosamente y
todos los pasajes incluidos están al servicio absoluto de la historia.
Porque, como ya se evidenciaba en sus joyas anteriores, el cine de Eastwood
transita al ritmo de una conversación mantenida con un amigo frente
a un buen fuego mientras se degusta una taza de chocolate caliente. Y ver
una película suya es como escuchar distendidamente a un viejo sabio
disertar sobre la vida y la muerte, lo divino y lo humano.
Por eso, Eastwood sabe prescindir de la hojarasca y no acumular
información para cincelar cada uno de los detalles de los personajes.
No lo necesita. En su cine, como en el que es bueno, el arte de la elipsis
se usa con maestría y sin entorpecer la comprensión
de lo contado. Y la banda sonora, compuesta por el propio Eastwood, es
como un hermoso silbido de fondo que no resta un ápice de protagonismo
a lo que ocurre en la pantalla.
En Million Dollar Baby, los protagonistas no son héroes
ni poseedores de una bondad infinita. Pero tampoco son tangencialmente
malvados. Son, como todos nosotros, personas con sombras y matices que
intentan conseguir, al igual que todos, un poco de paz y felicidad. El
director nacido en San Francisco ha sabido recrearlos con un acierto y
riqueza tales que, una vez más, nos hace sentir en deuda con él
a quienes amamos el buen cine.
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