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 CRÍTICA
Domingo, 8 de mayo de 2005
El magisterio de Eastwood
por Matías Cobo

Título: Million Dollar Baby
Género: Drama
Dirección: Clint Eastwood
Interpretación: Clint Eastwood (Frankie Dunn), Hilary Swank (Maggie), Morgan Freeman (Eddie Scrap-Iron Dupris), Jay Baruchel (Danger Barch), Mike Colter (Big Willie Little), Lucia Rijker (Billie), Brian O'Byrne (Padre Horvak), Anthony Mackie (Shawrelle Berry), Margo Martindale (Earline Fitzgerald), Riki Lindhome (Mardell), Michael Peña (Omar), Bruce McVittie (Mickey Mack)
Guión: Paul Haggis; basado en relatos recogidos en "Rope burns" de F.X. Toole
Fotografía: Tom Stern
Música: Clint Eastwood
Producción: Clint Eastwood, Albert S. Ruddy, Tom Rosenberg y Paul Haggis
Montaje: Joel Cox
País: EE UU (2004)
Duración: 137 minutos
Diseño de produccción: Henry Bumstead
Dirección artística: Jack G. Taylor
Vestuario: Deborah Hopper
Web: http://milliondollarbaby.filmax.com
Fecha de estreno de en España 4 de febrero de 2005
El cine de Eastwood transita al ritmo de una conversación mantenida con un amigo frente a un buen fuego mientras se degusta una taza de chocolate caliente
VECES, la cabal narración de una historia se sedimenta en la sencillez, en saberla contar sucintamente para mostrar con lucidez el meollo que hay tras ella. El cine, frente a la novela, cuenta con la ventaja del poder de la imagen. Decía a este respecto Scorsese que la responsabilidad del cineasta es muy alta en tanto que su universal arte llega hasta a quienes no saben ni leer. Pero la imagen también constriñe el lenguaje fílmico al obligarlo a la parquedad, al confinarlo al esquematismo narrativo. En cualquier caso, ese condicionante no le resta rotundidad para estremecer, explicar y, en definitiva, llegar al alma del espectador.

En sus últimas películas, Clint Eastwood ha alcanzado ese punto de penetración muy pocas veces logrado con una película o una novela. El que aúne el beneplácito general de crítica y público quizá se deba, en gran parte, a que aborda cuestiones impresas perennemente en el ser humano con una magistralidad emanada de esa sencillez. Muerte, odio, venganza, dolor, soledad, amor y amistad suelen estar en el trasfondo de sus últimas historias, con independencia de que éstas cuenten la andadura de un despiadado forajido en el ocaso de su vida, la investigación policial de un asesinato que reencuentra a tres amigos marcados por un suceso de su infancia o, como en este caso, del amor filial de una honesta chica hacia un viejo y solitario entrenador de púgiles que le conducirá a su sueño de “ser la mejor en algo”.

La historia de Frankie Dunn, un terco entrenador al que Eastwood da vida maravillosamente, y de su nueva alumna, Maggie Fitzgerald, es un bello relato de dos soledades que se encuentran y, compartidas ambas, intentan salir a flote en la difícil lucha de sus respectivas vidas. Junto a ellos se halla Scrap, boxeador retirado que es el único amigo de Dunn y a quien Morgan Freeman le aporta la misma sabiduría interpretativa con la que bordó su papel de amigo de William Munny en Sin perdón. Una gran Hilary Swank consigue plasmar esa mezcla de bondad e inocencia, de fortaleza y entereza que hacen de Maggie una bella persona con la que el público se enamora desde su primera aparición.

Frankie encuentra en ella a la hija a la que dar su cariño, en sustitución del que quisiera poder dispensar a su hija biológica, quien hace caso omiso de las cartas que su padre le envía religiosamente cada semana; flota, en el origen de la ruptura de esta relación, algún error cometido por Dunn en el pasado que ahora él intenta reparar sin hallar el perdón pedido. Scrap, en su papel de narrador, será quién le cuente en una última misiva la “clase de hombre” que es su padre. Maggie, a su vez, es una chica de escasa formación abandonada a su suerte por su propia familia y que ha reecontrado en Frankie una figura paterna a la que aferrarse. Al nacer el amor entre dos corazones desvaídos, éste cuenta con una intensidad añadida, ya que surge de la acuciante necesidad de ser querido y, así, poder corresponder ese cariño.

Otra virtud del filme reside en su abordaje de duras cuestiones, de dolorosos asuntos presentes en todo ser humano, desde una perspectiva honesta y valiente. Porque, a pesar de esa pose de hombre duro que a Eastwood pudo acompañarle en papeles pasados, el cineasta exhibe ahora en sus últimas películas una fina sensibilidad posada sobre la sabiduría de alguien que ama el cine profundamente. De ahí que se busquen similitudes entre él y Hemingway por la capacidad de ambos para plasmar, desde la contención, sutiles detalles que trascienden lo narrado.

Si la obra de F.X. Toole, ex parcheador de heridas de púgiles y autor de los relatos sobre las que se basó el guión de Paul Haggis, ya contiene de por sí un amplio muestrario de sentimientos dispares, la narración cinematográfica de Eastwood ayuda decisivamente a que aquéllos trasciendan la pantalla y conmuevan a quienes asisten a su tranquilo discurrir. En un rodaje exento de artificios técnicos, la acción se sucede cadenciosamente y todos los pasajes incluidos están al servicio absoluto de la historia. Porque, como ya se evidenciaba en sus joyas anteriores, el cine de Eastwood transita al ritmo de una conversación mantenida con un amigo frente a un buen fuego mientras se degusta una taza de chocolate caliente. Y ver una película suya es como escuchar distendidamente a un viejo sabio disertar sobre la vida y la muerte, lo divino y lo humano.

Por eso, Eastwood sabe prescindir de la hojarasca y no acumular información para cincelar cada uno de los detalles de los personajes. No lo necesita. En su cine, como en el que es bueno, el arte de la elipsis se usa con maestría y sin entorpecer la comprensión de lo contado. Y la banda sonora, compuesta por el propio Eastwood, es como un hermoso silbido de fondo que no resta un ápice de protagonismo a lo que ocurre en la pantalla.

En Million Dollar Baby, los protagonistas no son héroes ni poseedores de una bondad infinita. Pero tampoco son tangencialmente malvados. Son, como todos nosotros, personas con sombras y matices que intentan conseguir, al igual que todos, un poco de paz y felicidad. El director nacido en San Francisco ha sabido recrearlos con un acierto y riqueza tales que, una vez más, nos hace sentir en deuda con él a quienes amamos el buen cine.

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